Durante su homilía, Mons. Urbanc se digirió a los sacerdotes
expresando que cuando fueron ordenados "fuimos asociados al sacerdocio mismo de
Cristo, hechos ‘alter Christus’ porque obramos en representación de Él… En aquella ocasión se produjo un cambio
radical en nuestro ser y dejamos de ser lo que éramos, a pesar de que en lo
tangible seguimos siendo uno más en medio de la gente. Separados del mundo
fuimos constituidos en "hombres de Dios”, como servidores de Dios, testigos de
su Amor y mediadores entre Él y los hombres”. Y agregó que "a la luz de esto
nos percatamos de la gran responsabilidad que nos ocupa. No es un ministerio
que se lleva fácilmente entre nuestras frágiles manos y débiles corazones.
Supone ponernos a la altura del don recibido”.
El activismo, una grave carencia de vida interior
Asimismo, les propuso que "consideremos lo del activismo que
pone en grave riesgo nuestra vida, pues algunos de sus nocivos efectos son la
pérdida de horizonte, el empobrecimiento de nuestro ministerio, el vaciamiento
del espíritu por la falta de esmero en la vida interior, la práctica más bien
pobre y rutinaria de la vida de oración y sacramental. Este activismo no
necesariamente supone un exceso en las cargas de trabajo pastoral y del
quehacer apostólico, sino una grave carencia de vida interior que ha terminado
mermando el sentido de toda actividad al punto de vaciarla de su genuino
contenido evangélico”, expresó.
"Alguna vez escuché decir a un sacerdote del peligro que
corremos al irnos acostumbrando a ingerir las gracias, sin masticarlas, sin
saborear siquiera la mitad de su dulzura; ni les sacamos el jugo nutritivo, ni
aprovechamos su fuerza santificadora. Comenzamos a obrar demasiado rápido y
precipitadamente. Y todo esto nos va jugando en contra, llevándonos al
cansancio, la rutina y el desencanto”, afirmó el Obispo.
También dedicó parte de su predicación a reflexionar sobre
las tres prioridades de este 2015: el Año Diocesano dedicado a los Laicos, el
Año Universal de la Vida Consagrada y el camino hacia el Congreso Eucarístico
Nacional, a realizarse en Tucumán.
Consagración del Santo Crisma y bendición de óleos
Durante la celebración eucarística fue consagrado el Santo
Crisma y bendecidos los restantes óleos (aceites) -de los catecúmenos y de los
enfermos-, los que al finalizar la celebración fueron entregados a los
presbíteros para la administración de los sacramentos en sus respectivas
parroquias, cuasi-parroquias, capillas y santuarios. A tal fin fueron llamados,
uno por uno, párrocos como también sacerdotes responsables de santuarios y
capillas, comenzando por el Decanato Capital, luego el Decano Centro, para
continuar con el Este y el Oeste.
La Misa Crismal es una de las principales manifestaciones de
la plenitud sacerdotal del Obispo y un
signo de la unión estrecha de los presbíteros con él.
En el Vaticano y en gran parte del mundo entero se celebra
el Jueves Santo, pero en nuestra Diócesis, por las distancias de algunas
parroquias se la oficia el Martes Santo.
Previamente, durante toda la jornada, los sacerdotes
participaron de una asamblea en Emaús y se prepararon para vivir ésta y las
demás celebraciones de la Semana Santa.
TEXTO COMPLETO DE LA HOMILIA
Queridos hermanos Sacerdotes, Consagrados y Fieles Laicos:
Hoy, Martes Santo, en nuestra Diócesis, desde hace muchos
años, celebramos la Misa Crismal, en la que se bendicen los nuevos óleos que
serán utilizados en la administración de distintos sacramentos y, los
sacerdotes, que hemos recibido el Orden Sagrado al servicio del Pueblo de Dios,
renovaremos nuestras promesas sacerdotales a Aquél, que es la razón de nuestra
vida y ministerio.
Dirigiéndome a ustedes mis amados sacerdotes, quiero hacer
unas breves y puntuales consideraciones acerca del don del sacerdocio que la
Iglesia nos ha confiado y que nos habla del amor de predilección de Dios por
nosotros.
Trataré de responder a algunos interrogantes: ¿Cómo
podríamos escudriñar un poco más lo que somos? ¿Quién aquí en la tierra sopesaría
la magnitud y densidad del sacerdocio? ¿Quién es cada uno de nosotros en cuanto
sacerdote de Jesucristo?
San Gregorio Nacianceno siendo un sacerdote joven se
preguntaba lo mismo y se respondía: El sacerdote "es el defensor de la verdad,
comparte el sacerdocio de Cristo, restaura la criatura, restablece en ella la
imagen de Dios, la recrea para el mundo de lo alto, y, para decir lo más grande
que hay en él: es un hombre divinizado que diviniza”.
¡Ésta es la grandeza del don que recibimos el día de nuestra
ordenación! Fuimos asociados al sacerdocio mismo de Cristo, hechos ‘alter
Christus’ porque obramos en representación de Él… En aquella ocasión se produjo
un cambio radical en nuestro ser y dejamos de ser lo que éramos, a pesar de que
en lo tangible seguimos siendo uno más en medio de la gente. Separados del
mundo fuimos constituidos en "hombres de Dios”, como servidores de Dios,
testigos de su Amor y mediadores entre Él y los hombres.
A la luz de esto nos percatamos de la gran responsabilidad
que nos ocupa. No es un ministerio que se lleva fácilmente entre nuestras
frágiles manos y débiles corazones. Supone ponernos a la altura del don
recibido.
De nuevo San Gregorio nos dice: "Es preciso comenzar por
purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para poder
instruir; es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarle a
los demás, ser santificado para santificar,
conducir de la mano y aconsejar con inteligencia”.
Esto nos interpela acerca de nuestra santidad de vida. En
efecto, debido al don recibido el sacerdote no puede menos de reproducir en sí
mismo los sentimientos, las tendencias e intenciones íntimas, así como el
espíritu de oblación al Padre y de servicio a los hermanos que caracterizaron
al Sumo y Eterno Sacerdote. El Código de
Derecho Canónico, canon 276 /1 afirma que "los sacerdotes, en su propia vida y
conducta, están obligados a buscar la santidad por una razón peculiar, ya que
consagrados a Dios por un título nuevo en la recepción del orden, son
administradores de los misterios del Señor en servicio del Pueblo de Dios”.
Es bueno que nos preguntemos si reflejamos este empeño de
santidad en nuestra vida y si realmente queremos alcanzar en Cristo la unidad
de vida, por medio de una síntesis entre oración y ministerio, entre
contemplación y acción, buscando en todo hacer la voluntad del Padre en la entrega sincera y generosa de nuestra persona
al rebaño que ha sido congregado por Cristo. En este terreno no son suficientes
las buenas intenciones o propósitos.
Es por eso que les propongo que consideremos lo del
activismo que pone en grave riesgo nuestra vida, pues algunos de sus nocivos
efectos son la pérdida de horizonte, el empobrecimiento de nuestro ministerio,
el vaciamiento del espíritu por la falta de esmero en la vida interior, la
práctica más bien pobre y rutinaria de la vida de oración y sacramental. Este
activismo no necesariamente supone un exceso en las cargas de trabajo pastoral
y del quehacer apostólico, sino una grave carencia de vida interior que ha
terminado mermando el sentido de toda actividad al punto de vaciarla de su
genuino contenido evangélico.
Alguna vez escuché decir a un sacerdote del peligro que
corremos al irnos acostumbrando a ingerir las gracias, sin masticarlas, sin
saborear siquiera la mitad de su dulzura; ni les sacamos el jugo nutritivo, ni
aprovechamos su fuerza santificadora. Comenzamos a obrar demasiado rápido y precipitadamente.
Y todo esto nos va jugando en contra, llevándonos al cansancio, la rutina y el
desencanto.
En otro orden de cosas, en este día es muy importante que
reflexionemos también sobre tres prioridades que tenemos entre manos: el Año
Diocesano dedicado a los Laicos, el Año Universal de la Vida Consagrada y el
camino hacia el Congreso Eucarístico Nacional, a realizarse en Tucumán.
Respecto a lo primero ya les exhorté en la carta pastoral ‘a
reconocer, promover, valorar y agradecer las tareas y las funciones de los
fieles laicos, que tienen su fundamento sacramental en el Bautismo, en la
Confirmación y, para muchos de ellos, también en el Matrimonio’ (cf.
Christifideles laici, n° 23) (n° 9), ya que ‘se comprueba, con bastante
frecuencia, que los laicos no son siempre adecuadamente acompañados por los
pastores en el descubrimiento y maduración de su propia vocación’ (n° 23),
descuidando, por ende, que ‘los carismas, los ministerios, los encargos y los
servicios del fiel laico existen en la comunión y para la comunión. Son
riquezas que se complementan entre sí en favor de todos, bajo la guía prudente
de los Pastores” (Christifideles laici, 20) (n° 41d). Por su parte, el Documento de Aparecida afirma con mucha fuerza,
entre otras cosas, lo que sigue: "La renovación de la parroquia exige actitudes
nuevas en los párrocos y en los sacerdotes que están al servicio de ella. La
primera exigencia es que el párroco sea un auténtico discípulo de Cristo,
porque sólo un sacerdote enamorado del Señor puede renovar una parroquia. Pero
al mismo tiempo, debe ser un ardoroso misionero que vive el constante anhelo de
buscar a los alejados y no se contenta con la simple administración” (n° 201).
"Pero no basta la entrega generosa del sacerdote y de las comunidades de religiosos.
Se requiere que todos los laicos se sientan corresponsables en la formación de
los discípulos y en la misión. Esto supone que los párrocos sean promotores y
animadores de la diversidad misionera y que dediquen tiempo generosamente al
sacramento de la reconciliación” (n° 202). Una parroquia, comunidad de
discípulos-misioneros, requiere organismos que superen cualquier clase de
burocracia. Los Consejos Pastorales Parroquiales tendrán que estar formados por
fieles laicos misioneros, siempre preocupados por llegar a todos. El Consejo de
Asuntos Económicos, junto a toda la comunidad parroquial, trabajará para
obtener los recursos necesarios, de modo que la misión avance y se haga
realidad en todos los ambientes. Éstos y todos los organismos han de estar animados
por una espiritualidad de comunión misionera: "Sin este camino espiritual de
poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en
medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y
crecimiento” (n° 203) (n° 44).
En cuanto a lo segundo el Concilio Vaticano II pide a los
Consagrados que "ante todo busquen y amen a Dios, que nos amó a nosotros
primero, y procuren con afán fomentar en todas las ocasiones la vida escondida
con Cristo en Dios, de donde brota y cobra vigor el amor del prójimo en orden a
la salvación del mundo y a la edificación de la Iglesia. Aun la misma práctica
de los consejos evangélicos está animada y regulada por esta caridad. Por esta
razón, los consagrados, bebiendo en los manantiales auténticos de la
espiritualidad cristiana, han de cultivar con interés constante el espíritu de
oración y la oración misma. Recurran cotidianamente a la Sagrada Escritura para
adquirir en la lectura y meditación de los sagrados Libros "el sublime
conocimiento de Cristo Jesús". Fieles a la mente de la Iglesia, celebren
el sacrosanto Misterio de la Eucaristía no sólo con los labios, sino también
con el corazón, y sacien su vida espiritual en esta fuente inagotable.
Alimentados así en la mesa de la Ley divina y del sagrado Altar, amen
fraternalmente a los miembros de Cristo, reverencien y amen con espíritu filial
a sus pastores y vivan y sientan más y más con la Iglesia y conságrense
totalmente a su misión” (Perfectae Caritatis, n° 6).
"Atañe a los sacerdotes, como educadores en la fe, procurar
que cada uno de los fieles sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar su
propia vocación según el Evangelio… Enséñenles a no vivir sólo para sí, sino
que, según las exigencias de la nueva ley de la caridad, ponga cada uno al
servicio del otro el don que recibió… No olviden que todos los consagrados,
hombres y mujeres, por ser la porción selecta en la casa del Señor, merecen un
cuidado especial para su progreso espiritual en bien de toda la Iglesia… Pero
el deber del pastor no se limita sólo al cuidado de los fieles de su comunidad,
sino que se extiende a toda la Iglesia imbuido por el celo misionero”
(Presbiterorum ordinis, n° 6).
Al respecto recordaba en la carta pastoral que "para la
evangelización del mundo hacen falta, sobre todo, evangelizadores. Por eso,
todos, comenzando desde las familias cristianas, debemos sentir la
responsabilidad de favorecer el surgir y madurar de vocaciones misioneras, ya
sacerdotales y religiosas, ya laicales, recurriendo a todo medio oportuno, sin
abandonar jamás el medio privilegiado de la oración: "La mies es mucha y los
obreros pocos. ¡Rueguen al dueño de la mies que envíe obreros a su mies!” (Mt
9,37-38) (n° 51).
Y, referido a lo tercero, digo en la carta pastoral, (n° 7),
que "me parece oportuno dirigir el espíritu hacia el "XI Congreso Eucarístico
Nacional” que se celebrará en San Miguel del Tucumán, del 16 al 19 de junio de
2016, en las vísperas de la celebración de los 200 años de la proclamación de
la Independencia de nuestra Patria, con el fin de exhortar a toda la comunidad
diocesana, especialmente al laicado, a emprender un camino de conveniente
preparación en orden a este acontecimiento eucarístico, para que su
participación sea una sincera asunción del lema "Jesucristo, Señor de la
Historia, te necesitamos”, que rodea el logo del Congreso cuyo fondo es el
histórico solar donde se reunieron los fautores de la Independencia”.
Es por eso, queridos hermanos sacerdotes, que, siguiendo la
enseñanza del Papa Benedicto XVI en su Exhortación Apostólica Sacramentum
Caritatis acerca de la Eucaristía, como ministros de los sagrados misterios,
renueven su ministerio por medio de una sólida vida de oración y de piedad
eucarística. Dense tiempo para el encuentro diario con Jesús, adorándolo
presente en el Sagrario. Alimenten su vida cada jornada con la oración pausada
y serena de la Liturgia de las Horas, así como del Rosario y de otras
manifestaciones de genuina piedad mariana.
Como los sacerdotes no somos autosuficientes, busquen el
apoyo en la fraternidad sacerdotal y en la dirección espiritual, instrumento
indispensable para un verdadero crecimiento interior.
Posibilitemos que el santo Crisma con el que fuimos ungidos
y configurados con Cristo vuelva a brillar en nuestra vida y ministerio. Que el
Espíritu Santo, quien nos consagró, encuentre en nosotros una renovada
disposición a dejarnos tocar y transformar por su acción vivificante.
Y que la ayuda de la Gracia que recibiremos y dispensaremos
en estos días nos renueve para ser cada vez más sacerdotes según el Corazón de
Jesús, Buen Pastor.
Todo esto lo confiamos al auxilio y a la intercesión de la
Santísima Virgen María, Madre de los Sacerdotes, para seguir sirviendo al santo
Pueblo de Dios como maestros, padres, pastores y testigos de Cristo Resucitado,
quien vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo. Amén.