Crónicas de viaje

El ojo del ciclón, un rincón mágico de La Habana

Los hechos por la reanudación de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos ameritaban, cuando menos, esa pequeña mención que les trasmití en mi anterior relato, y en el que -sin dudas- no pude incluir todos los sentimientos que me rodearon durante esa histórica jornada que, afortunadamente, tuve el privilegio de vivir personalmente en La Habana.
domingo, 21 de diciembre de 2014 11:23
domingo, 21 de diciembre de 2014 11:23

Varios días antes, yo me contentaba con mis nuevos conocimientos para moverme como un local, y esperaba una máquina, el transporte que los cubanos utilizan para movilizarse dentro la ciudad. Se trata de esos autos viejos, Dodges y casi todos de la década del ‘50 y el ‘60, que por diez pesos nacionales (menos de la mitad de un dólar) te llevan casi a cualquier rincón por rutas preestablecidas, casi siempre amontonado con otras personas que van con el mismo destino. Pretendía llenar una tarde sin nada por hacer, y había decidido caminar una vez más por la Habana Vieja, esa parte de la ciudad en la que se amontonan los locales pensados para el turismo, y donde entre otros lugares, está la Bodeguita del medio, donde dicen que Hemingway pasaba largas horas paladeando whisky y ron junto a sus amigos cubanos.

Mi plan era sencillo, sólo caminar por esas callecitas hasta encontrar un buen lugar para sentarme a leer y tomar algo sabroso. Pero mis ganas de turistear se nublaron cuando la máquina ya avanzaba a toda velocidad y yo me apretaba con otros cuatro pasajeros en el asiento de atrás. En menos de tres minutos todo el cielo se cubrió y una lluvia caribeña, tan intensa como rápida para gestarse, comenzó a caer amenazando mis ganas de deambular.

Bajé en el Prado, que se puede considerar el centro mismo de la zona turística, con una tormenta que pedía unos mates y un techito para sentarse toda la tarde, pero en lugar de eso me encontré caminando contra las paredes para protegerme de unos baldazos interminables. Avanzaba apurado, con un frío creciente, y en esa búsqueda de reparo llegué a un lugar que terminó siendo un exceso de confort. Un portón gigante invitaba a entrar a El ojo del ciclón, una galería y taller artístico en el que se amontonan esculturas de los materiales más variados y pinturas de Leo D’Lázaro, creador del espacio (y que además es el hijo de Delarra, el escultor que creó la estatua gigante del Che que se yergue en Santa Clara; ya les contaré de aquello). Adentro fui recibido por Roger, representante del artista y guía improvisado del lugar. Tras un pequeño recorrido me dejó solo, y pude disfrutar de la inmensa variedad de obras que D’Lázaro exhibe en ese lugar que además de seco y cálido, parecía amable.

Y efectivamente lo fue, porque a poco de entrar ya estaba tocando la guitarra con Tato, un artista plástico y trovador chileno afincado hace años en la isla. Un par de zambas me bastaron para acreditarme como guitarrero y ser invitado a una peña que se haría unos días después, también en El ojo del ciclón. Pero esa tarde, sin nada para hacer y con el agua cayendo sin parar, me quedé ahí, incluso cuando Tato ya se había ido. Varios más agarraron la guitarra, y de algún lugar misterioso aparecieron varios vasos a medio llenar con un ron bien fuerte. Hubo bailes y rapeos –todo el que llegaba era artista, y sólo unas alemanas se animaron a pasar y se quedaron también–, en una ronda que fue mutando varias veces a lo largo de la tarde, aunque varios seguíamos firmes ahí, disfrutando un calor inesperado.

Ahora me voy, ya sabrán adónde, pero aún quedan algunas cosas más para contar sobre esta Cuba que parece renovarse a paso lento pero firme.

Crónica viajera de Juan Francisco Uriarte Buteler