Veinticuatro horas después de haber vomitado al aire un tsunami de frases impregnadas de racismo, clasismo y desprecio a los sectores populares, el periodista Gabriel Anello ensayó una suerte de disculpas en su programa de Radio Mitre.
Lo hizo con tono cansino, como si pidiera perdón más por obligación que por verdadera convicción. “Me equivoqué, me extralimité”, dijo. “No me sentía bien”, agregó.
“Mis compañeros no tienen nada que ver”, aclaró. “La radio tampoco piensa como yo”, remató.
¿Y entonces?
¿Alcanza con eso?
¿Se borra con palabras lo que se dijo con tanta violencia?
¿Se repara con una genérica admisión de error lo que no fue un exabrupto personal, sino un ataque directo a un sector entero de la sociedad?
¿Un error o una convicción?
Porque Anello no solo apuntó contra Juan Román Riquelme. Lo hizo contra lo que él mismo describió como “negros marrones, ignorantes, burros y verduleros“, en una radiografía despectiva y aporofóbica de los sectores populares del país, que, casualmente, también detesta su amigo íntimo y admirado presidente Javier Milei.
Lo preocupante no es solamente lo que dijo —que fue grave—, sino también lo que ahora intenta instalar: que un simple “me equivoqué” alcanza para que todo quede atrás. Como si no hubiese responsabilidad pública por el micrófono que sostiene ni por el poder que le otorga su lugar privilegiado en una de las radios más escuchadas del país.
Como si la impunidad viniera con una cláusula de arrepentimiento automático.
Su pedido de disculpas estuvo lleno de justificaciones: que se sentía mal, que estaba pálido, que le dolían los riñones, que lo “operan todo el tiempo”, que se enojó, que lo sacaron.
Justificaciones que, en el fondo, desdibujan el eje de lo que verdaderamente está en juego: que se naturalice el odio.
Que insultar a millones de argentinos por su color de piel, su nivel educativo o su condición social se convierta en algo pasible de ser enmendado con un “perdón si alguien se sintió ofendido”. (Si, ‘man’, todos nos sentimos ofendidos).
Y claro que no alcanza con eso. No se trata de una frase suelta ni de una reacción en caliente. Lo que Anello hizo fue, en rigor, un discurso. Una editorial —como él mismo la definió— premeditada, sostenida y celebrada por él mismo durante minutos al aire.
Nadie lo obligó. Nadie lo interrumpió. Nadie lo frenó.
Y ahora, cuando el repudio lo acorrala, busca blindarse: se despega de sus compañeros, separa a la radio de sus palabras, asegura que fue un error personal, que pidió disculpas y que “va a seguir con su programa”. ¿Y listo?
Cuando decir “perdón” no alcanza
El riesgo de aceptar esas disculpas como válidas sin ninguna consecuencia es enorme. Porque sienta un precedente peligrosísimo: podés decir lo que quieras, agredir a quien quieras, sembrar odio desde los medios masivos y luego lavarte las manos con una disculpa a medias.
Si no hay sanción, si no hay represalia, si no hay un mínimo gesto institucional que marque un límite, entonces la radio será cómplice. No por pensar como Anello, sino por tolerarlo sin costo alguno.
Y esto va más allá de Anello. Se enmarca en un contexto en el que desde el poder se legitiman discursos de odio. En el que el propio presidente de la Nación se refiere con desprecio a los pobres, a los trabajadores, a las minorías.
En ese clima de intolerancia como política de Estado, lo de Anello no fue un hecho aislado: fue parte del mismo sistema. Fue la voz suelta de un coro que suena cada vez más fuerte.
Por eso, no alcanza con una disculpa tibia. No se trata de “cancelar” a nadie ni de hacer leña del árbol caído. Se trata de fijar un estándar mínimo de convivencia democrática. De que los medios no sean cajas de resonancia del odio. De que quien tiene un micrófono entienda el peso de sus palabras.
Anello dijo que va a seguir con su programa. Y quizá así sea. Pero no sin que quede claro que sus palabras no pasaron desapercibidas. Que hubo una reacción. Que su discurso tuvo consecuencias.
Porque si todo termina en “perdón si te sentiste ofendido”, entonces mañana alguien podrá decir lo mismo —o peor— sabiendo que el único precio será un gesto de falsa humildad al día siguiente.
Y no, eso no puede pasar. Porque no fue solo contra Riquelme. Fue contra todos. Y alguien tiene que poner el límite.