Se trata de un signo de dolor por el pecado cometido, de arrepentimiento que nos lleva a renovar la vida, de aceptación consciente del llamado a la conversión, de concepción de la vida humana como un paso peregrinante que es fugaz en el contexto de la historia de la humanidad y de la historia de la salvación. Por eso, al imponernos la ceniza, el sacerdote dice: “Conviértete y cree en el Evangelio” o “Recuerda que eres polvo y al polvo volverás”.
El rito de la imposición de la ceniza nos convoca, además, a acentuar las prácticas propias de este tiempo de gracia y renovación, que son, entre otras, la oración perseverante, la penitencia más intensa, la lectura fiel y orante de las Escrituras, la apertura del corazón para bien de los más pobres, la participación más frecuente en las acciones estrictamente religiosas y la elevación de la mirada del alma con un sentido trascendente.